Roland
no pudo discernir la causa del cambio, ¿fue en la acampada del Paris
Plages aquellos tres días, del miércoles al viernes, en que durmió
a la intemperie bajo una gran luna llena? ¿o tal vez la mordedura
del rabioso perro que le atacó cuando regresaba a su casa al salir
del cine y que, tras ser convenientemente tratada, estaba ya saneada?
¿o quizá la ingesta de aquella nueva semilla que suponía buena
para hacer desaparecer el vello de sus piernas y que resultó ser
todo lo contrario, provocándole hipertricosis?
Lo
que sí tenía claro era que, a partir de un momento indeterminado,
ya no era el mismo por las alteraciones que podían obrar en su
cuerpo. Porque lo que observó fue que no siempre era necesaria la
presencia de la luna llena para que la transformación tuviese lugar
(en estos casos su voluntad quedaba anulada), sino que incluso podía
hacerlo de día según su deseo. Ya en varias ocasiones en su
habitación, a solas, fue capaz de controlar el paso a lobo, de
dominar sus impulsos sanguinarios y volver a ser el mismo. Sin
embargo ¿podría hacerlo ante sus amigos más íntimos, entre los
cuales me encontraba, a los que convocaría a una reunión donde
fuera puesto en su conocimiento, haciéndoles prometer en el mismo
acto que de allí no saldría el secreto?
El
día y momento que decidió reunirnos en su casa de campo a las
afueras de París fue elegido a conciencia. No sería de noche ni
tampoco habría luna llena. Él se colocó en la cabecera de la mesa
y, sin prepararnos para lo que iba a contar, lo soltó. ¡Venga ya!
Dijeron varios casi al unísono. Ante esa incredulidad, Roland
decidió que había llegado el momento de demostrarlo con una
transformación en aquel mismo instante, en la soledad de la
vivienda, encerrado con sus amigos. Era necesario para que creyeran y
contaba con que el proceso se culminaría y lo revertiría sin ningún
problema. Debían saber que él ya no era el Roland que conocían,
que había pasado a pertenecer a otro mundo y que, llegado el caso,
tendrían que acabar con su vida.
Y
comenzó. Cuando se tiró al suelo y sus brazos y piernas se
asimilaron a los de un animal a cuatro patas, todos nos levantamos de
nuestros asientos y nos dirigimos a un rincón. Alguno cogió una
silla. Yo me hice con el atizador de la chimenea. Cada cual, sin
dejar de mirar la horrenda transformación, pretendió armarse con
algún objeto con que poder defenderse en caso de ataque. La ropa que
vestía Roland fue resquebrajándose ante las dimensiones adoptadas
por la nueva criatura. El pelo comenzó a multiplicarse hasta
cubrirlo por entero, y su cabeza experimentó la mayor de las
transformaciones. Su barbilla se proyectó hacia delante y adoptó la
forma de hocico, a la vez que sus orejas se estiraban y se hacían
puntiagudas. Sus ojos se alargaron adaptándose al nuevo cráneo. En
el otro extremo, una cola saliendo desde el final de la espalda
comenzaba a crecer.
En
todo el proceso, Roland se mantuvo en el mismo sitio. Pero una vez
culminado, y ante las caras que presenciaba el animal, las que no
estaba acostumbrado a ver cuando se veía a sí mismo en el espejo de
su habitación, se decidió a atacar. Imagino que no supo en ese
momento si estaba acabando con nuestras vidas o solo malhiriéndonos.
Ellos se defendieron, alguno con más suerte que otro, y yo logré
clavarle el atizador en su costado. El lobo me miró. Después se
lanzó a la gran cristalera que le separaba del jardín y corrió
hasta perderse en el cercano bosque. Solo yo, Guy Endore, lo vi
alejarse. Tras la dramática experiencia vivida me propuse narrar los
hechos en una novela.
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