No
escapaba a su perspicacia, a su sexto sentido tan común entre todas
las mujeres, que se acercaba su día. Pero aún llevaba poco tiempo
en ese pueblo y nadie sabía de dónde venía, los suplicios que tuvo
que pasar en el penoso camino recorrido. Su enmarañado pelo,
cubriendo los afortunados rasgos faciales, iba tornándose gris,
adquiriendo ese estado canoso que determina una vejez prematura. Las
largas noches a la intemperie, expuesta a los ataques de los lobos
que aullaban cerca y que nunca se acercaron, quien sabe por qué.
Olía como ellos, consecuencia del largo peregrinar sin hallarse al
abrigo de cuatro paredes, de disponer de un baño donde hacer sus
necesidades y poder lavarse. Solo unas escasas y breves tormentas de
verano le proporcionaron una incipiente limpieza que no duraría
mucho. Y aún así su compañía no era recibida.
Ya
había llegado a sus oídos que era una mujer con muchas
posibilidades. El recurso a sus dotes curativas, un par de visitas
para unas dolencias estomacales y algunas otras para migrañas,
ladillas o enfermedades respiratorias, entre otras, se hizo muy
popular. El médico del lugar incluso llegó a pedirle, con el mayor
respeto, que le dejara hacer su labor ya que, de otro modo, se iba a
ver forzado a abandonar el pueblo dada la precaria situación
económica que arrastraba desde hacía meses. Pero ella siguió
acopiándose de hierbas, mezclando los componentes necesarios para
conseguir la esencia curativa correspondiente. Y siguió recibiendo
visitas. No tenía miedo a las represalias que pudiera adoptar aquel
medicucho que no era capaz de solucionar las dolencias que aquejaban
a sus visitas. En el peor de los casos haría como la última vez,
abandonarlos a su suerte obligada por una fuerza superior, por la
autoridad gubernamental.
Nunca
fue una mujer perseguida, simplemente expulsada. Y como no tenía
familia que mantener, su nomadismo no le suponía ningún problema.
Mucho tiempo atrás, un hombre la poseyó salvajemente, la embarazó.
Sin embargo, era consciente de que esa criatura no tendría una buena
vida, no soportaría los extremos de que ella sola sí era capaz, y
por eso recurrió a quitarlo de su vientre. No fue tarea difícil,
mucho menos para ella conocedora de los secretos de la naturaleza. Y
volvió a verse libre, sin ataduras.
Por
aquellos años comenzó a circular entre el populacho la aparición
de una nueva institución que perseguía herejes, apóstatas, y otra
serie de personas no admitidas por la sociedad por cualquier otra
razón. Ella no prestó demasiada atención. Nadie podría hacerle
daño a una mujer tan fuerte, con tanto poder. Nadie. El miedo se
apodera con facilidad de las mentes débiles. Para ella simplemente
era como la necesidad de comer o dormir, una debilidad que podía
anular. Tuvo miedo, sí, pero cuando era niña. Ese estadio fue
superado y ya no lo tendría nunca más.
El
otoño había entrado. El suelo se cubría de hojas marrones, ocres,
amarillas, todo un espectáculo de color irrepetible en otra época
del año. Sus paseos por el bosque, sola, en la tranquilidad de no
correr ningún peligro, le proporcionaban una paz sin igual.
Desconocía que la acechaban ojos vigilantes, cautos, sin atreverse a
dar el paso de asaltarla. Ojos que trasladarían por sus bocas lo que
aquella mujer hacía. Bocas que acusaban, quien sabe si injustamente,
sus acciones, sus creencias. Todo desembocó en una incriminación
ampliamente respaldada por otro conjunto de mentes débiles,
subyugadas. El juicio, si así podía llamarse, devino sumarísimo y
ella fue condenada a morir en la hoguera, precisamente la noche del
31 de octubre de ese mismo año, sin posibilidad de remisión.
Las
hogueras fueron preparándose durante el día. Junto a ella arderían
otros tantos. Desde su celda presenciaba los arduos trabajos de
acopio de leña, la suficiente para que el reo ardiera inclemente
durante horas. A ella no le preocupaba ese detalle. Miraba a través
de los gruesos barrotes, sin que asomara una lágrima a sus ojos. La
gente dirigía esquivas ojeadas a la torre-prisión, querían evitar
a toda costa que se les hiciera un mal de ojo por los endiablados
allí recluidos.
Y
llegó la noche. Una noche de una gran luna llena. Los lobos aullaban
en las montañas cercanas. Los presos fueron sacados de sus celdas y
llevados hasta sus respectivas piras. La muchedumbre se agolpaba
frente a ellas, expectante por presenciar esas hogueras donde iban a
arder todos los indeseables soldados de Satanás. Ella miraba sus
ansiosas caras esbozando sonrisas que proclamaban su triunfo. Alguien
dijo "quien rie último rie mejor". Tal vez esa noche fuera
una noche de celebración para todos.
La
angustia de sus compañeros de fatiga era palpable. Los llantos, las
entrepiernas húmedas por haber sido incapaces de contener su terror,
sus gritos desesperados pidiendo el perdón en última instancia, de
nada servirían en esa postrera hora. El cercano campanario anunció
la llegada de la medianoche. Atados fuertemente, las piras fueron
iniciadas. Y amparada en el crujir de los maderos, de los
desgarradores alaridos que salían de las débiles gargantas, ella
sencillamente comenzó a aullar como un lobo. Conocía muy bien el
significado y no tardaron en aparecer por la plaza decenas de lobos
con sus rojas fauces dejando asomar unos excelentes colmillos. La
gente tardó en percatarse del peligro. Cuando comenzó el ataque de
los cánidos, algunos huyeron despavoridos. Los que tuvieron la
suerte de ver venir el peligro y escapar mientras los hambrientos
lobos se daban con los desafortunados un buen banquete a la luz de
las hogueras. Ella sonreía viendo la escena. El fuego la envolvía
sin quemarla.
Al
amanecer, aún encima del rescoldo, se desligó de las ataduras y
recuperó algunas valiosas pertenencias de los cadáveres. A
continuación dirigió sus pasos hacia el cercano bosque para no
volver por allí nunca más.
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