Hace
una inspiración profunda y se mira al espejo. Su mirada es más
triste. Su cara ha cambiado; tiene algunas arrugas en la frente, y
también alrededor de los ojos, pero solo si sonríe. También en el
cuello comienzan a aparecer señales inequívocas de una vejez que se
acerca. Pretende convencerse de que no le importa “la edad interior
es la que cuenta realmente”. Aunque el paso de los años sí que le
ha producido una incipiente calvicie que denota inequívocamente su
sabiduría. No obstante, aún puede lucir cabello, detalle que
considera primordial a la hora de un encuentro como el que va a tener
en unos minutos. Un encuentro con otra mujer tras algunos años de
soledad. Ha llegado el deseado día en que, por fin, la conocerá más
a fondo. Conocerá a esa mujer de rostro agraciado, la que le fulminó
con su mirada, la que echó abajo sus ideas de no gustar ya a ninguna
mujer y con la que no pudo más que mantener unos breves minutos de
conversación trivial. Ahora tiene una cita con ella y se ha
preparado concienzudamente, tanto exterior como interiormente. No
puede fallarle. Se ajusta el nudo de la corbata y repasa visualmente
su afeitado. Perfecto. Coge su americana y se mira una última vez al
espejo antes de abandonar su vivienda.
Su
mujer lo abandonó por otro más joven. Alguien que conoció en el
gimnasio. Necesitaba, según ella, rebajar kilos de más. Él no
podía oponerse, mucho menos decirle directamente la verdad. Y pensar
que, tarde tras tarde, iba al encuentro de aquel efebo. Jamás lo
vio, ni ganas que tenía de hacerlo, pero nunca se lo perdonaría.
Desecha ese pensamiento; hay que pensar en el futuro. Ahora espera en
el parque la aparición de esa otra. Junto a él, un runruneo de
palomas llaman su atención. Las mira embelesado. Ese grácil
movimiento, ese picoteo del suelo, ese levantar el vuelo por los
niños que se acercan corriendo hacia ellas... Mira hacia el bulevar.
Ya a lo lejos se le ve. Momentáneamente se interpone un coche de
caballos entre ellos, pero es un paso fugaz. También ella, al igual
que las palomas, lleva un grácil movimiento. Hoy viste americana
sobre una blanca blusa, y falda gris a cuadros. Su melena negra ondea
al viento. Distingue su sonrisa. Ella también se alegra de que haya
asistido a su encuentro. La distancia se acorta y el corazón se
acelera. Es inevitable. Al fin se encuentran. Un par de besos en las
mejillas. Nervios. Como si fuera la primera cita. Acuerdan sentarse
en una terraza aneja; el día es soleado y apacible. ¿Dónde podrían
estar mejor?
Ella
lo escucha atentamente, mirando a sus ojos, mientras él cuenta
anécdotas recientes, adentrándose poco a poco en su pasado, sin
apenas darse cuenta, movido por un irrefrenable deseo de compartir,
lo que denota una incontestable atracción por ella. Afortunadamente,
percibe que, quizá, esté aburriéndola con sus historias, y la
invita a que le cuente algo sobre ella, lo que quiera. Desea oírla,
sentir esa dulce melodía que suena de las palabras que salen de su
boca. Sentir, de nuevo, el cálido abrazo de una voz femenina que
quiere conversar con él.
La
tarde cae. Una ligera brisa se levanta, una brisa fresca que, en
ausencia del tibio sol, invita a abandonar la mesa a la que están
sentados para ir a otro lugar más acogedor. Hasta el momento todo
marcha bien. Se entienden perfectamente, lo que no implica que tengan
los mismos gustos. Algo de esto ya se ha advertido. Por ese mismo
motivo ambos están contentos, porque saben que tienen futuro, que se
aceptan mutuamente, con sus virtudes y sus defectos. Pasean un poco
hasta llegar al sitio al que han acordado. Tomarán unas copas y
seguirán charlando, cada vez más íntimamente, alumbrados por una
tenue luz, acompañados por una suave música, sentados en cómodos
butacones... No tienen prisa. Nadie les espera. Son enteramente
libres.
Surge
una primera necesidad apremiante, exceptuando las ausencias breves de
dirigirse a los cuartos de baño. Se acerca la hora de la cena, y no
se abandonarán. Ambos son amantes de la buena cocina italiana y,
casualmente, no muy lejos de allí se encuentra uno de los mejores
restaurantes. No hace falta volver a donde él tiene el coche
aparcado y, por otra parte, un paseo tras el ágape les vendrá bien.
En el restaurante se hablará poco y se comerá y beberá mucho, lo
que propicia que él alargue su mano sobre la mesa buscando la de
ella. Mira un segundo ese gesto y decide, en milésimas, posarla
sobre la de él. Después ella vuelve a mirar a sus ojos y él
responde a la mirada. Ya no hay palabras. Ahora hablan sus ojos y sus
manos, y se entienden perfectamente. Él va un paso más allá y se
levanta levemente de su silla para aproximarse a su cara. Su
intención es besarla, intención que ella ha captado y que deja que
cumpla. El beso es interrumpido por la copa de vino que,
accidentalmente, es volcada por él, manchando la mesa. Y los dos
ríen.
Surge
la segunda necesidad. Llegó la hora de hacer el amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario