Lo
miraba desde la distancia, sin osar acercarme por miedo a su
imprevisible reacción. Últimamente
no hablaba mucho conmigo,
y parecía
gustarle
estar unos momentos
en soledad. Yo
lo respetaba, aunque
notaba un
cambio
en
el
carácter.
Sus ojos hundidos y enrojecidos, prácticamente
no dormía, se
dejaban entrever a través de los enredados
mechones
de pelo que le caían sobre su rostro, y
la
barba le había crecido abundantemente,
ocultando
su boca, que debía reflejar una gran pena. Si,
había desmejorado
sensiblemente. Libre
ya
del
emperifollado
ropaje
que antaño luciera con orgullo a bordo del barco como
capitán, su
escuálida figura, sus
finos
brazos y
piernas,
mostraban
más bien a un moribundo, a un desheredado.
Miraba
a aquel hombre sentado en la blanca arena, frente
al inmenso mar, sumido
en una desesperanza cruel, en una apatía infinita, producto,
suponía,
de la
terrible situación a la que nos vimos abocados tras el naufragio. El
que tristemente
acabó
con la vida de varias decenas de los
hombres
que
constituían tanto su tripulación como el resto, los condenados a
galeras, y
el que, asimismo,
fue
la causa de la silenciosa
tristeza
del que ahora se veía vagar por
la isla como
alma en pena. Cierto
es que luchó
hasta la extenuación contra los ingobernables
elementos,
que
defendió el mantener a flote la embarcación, nadie podría decir lo
contrario, pero
ahora
solo quedaba yo para
corroborarlo...
Lo
encontraríamos
agarrado al resto de un mástil, poco
después del hundimiento del
navío tras
la tempestad,
rodeado
de cadáveres.
Lo
subí
a
la
improvisada balsa que encontré
para
nuestra
salvación,
aquel
resto arrancado por el oleaje a la férrea embarcación que
moviéramos
los remeros, donde
llevaba a mi malherido
amigo
nubio,
y terminamos arribando los
tres a
esta
desierta isla.
Lamentablemente,
mi gran compañero de
fatigas murió
a las pocas horas de
llegar,
quedando solos
nosotros dos. Durante
los días siguientes nos
habíamos procurado alimento, basado,
sobre todo, en la pesca de
moluscos, fuertemente
agarrados
a las rocas del arrecife que rodeaba la isla.
Allí
no había otra cosa, no
existía fauna, sin
contar los innumerables insectos de los que no nos atrevíamos aún a
degustar, o
alguna que otra ave que, rara vez, hacían una parada en aquel
inhóspito lugar.
De
lo
que sí disponíamos
para
saciar
la sed, era
del
agua de los
cocos, pero el largo tiempo en soledad empezaba a hacer mella en
nosotros, y creo que, especialmente le estaba afectando, como
ya he apuntado, al
carácter
del capitán.
De
pronto se levantó, como si hubiera dado con una
solución para escapar de aquella condenada isla, y con paso
acelerado se dirigió hacia el mar. Pensé que se había vuelto loco
y que iba a sumergirse bajo las aguas para
acabar con todo. Rápidamente
me dirigí a su encuentro para disuadirle de ello, aunque
a pocos metros de él me detuve y
observé. Se agachó y recogió un objeto que
el mar devolvía a la playa,
un objeto brillante, posiblemente un medallón me
pareció ver. ¿Qué podía hacer con él?
¿De qué le servían las riquezas en aquel aislamiento?
Necesitábamos un barco, no inútiles
tesoros...
Todo
empezó un día, dos años atrás. Maldigo aquel día. Sí, lo
maldigo y lo seguiré haciendo el resto de mi vida. Aquel día en que
tomé la decisión de robarle a aquel desconocido, que resultó ser
un noble, unas míseras monedas y sentencié mi vida. Fui juzgado y
condenado a galeras. Cinco años como galeote. Cuando me llevaron
ante la nave y reflexioné unos segundos en mi vida en ese reducido
espacio, mis piernas me fallaron. Los guardias que me escoltaban
apretaron mis brazos y me obligaron a mantenerme en pie. Después
descendimos hasta la que sería mi posición de remero. Me
encadenaron allí y, a continuación, se marcharon, dejándome a
merced de los gobernantes del barco. A mi derecha se encontraba un
fornido nubio. A continuación de él había otros cinco hombres, lo
que hacía un total de siete en cada uno de los bloques de diez
bancadas, separados por un estrecho pasillo, pasillo transitado
continuamente por aquel hombre del que solo salía de su boca la
palabra “remad”, y que solía apostarse junto al palo mayor, dos
bancadas más atrás de donde yo estaba. En superficie se oía una
confusa amalgama de voces entre las que destacaba la que debía
corresponder al patrón, con sus continuas órdenes sobre
cabrestantes, roldanas, vergas y otra serie de vocablos de los que no
entendía uno solo. Rara vez descendió hasta donde se encontraban
los remeros que movían la embarcación, pero su actitud era más
condescendiente que la de los hombres que mantenía allá abajo para
dirigir a aquellos condenados, por lo que soñaba con el día en que
mi pena fuera conmutada por prestar mis servicios en cubierta, por
muy dura que fuera también esa vida.
Los
viajes eran continuados, y el hedor constante que había de soportar
allá abajo pronto se hizo asimilable, pero ese era el menor de los
problemas puesto que, en los enfrentamientos con otras naves, se
produjeron serias bajas en el conjunto de remeros, incapaces de
moverse de sus posiciones por las gruesas cadenas que los sujetaban.
Muertos que, en breve, eran sustituidos por nuevos reos en los mismos
lugares que dejaban vacantes. Las posiciones ocupadas por los
supervivientes se mantenían como una especie de derecho adquirido,
por lo que permanecí junto al nubio todo ese tiempo.
Así
logré entablar amistad con él, a pesar de hablar poco mi lengua,
pero poco a poco fue haciéndose a ella, hablándola progresivamente
con más fluidez. Me contaba historias de su tierra, de su familia,
pero, a diferencia de mi caso, su condena era aún mayor, ya que
estaba sentenciado de por vida a permanecer en galeras por un
supuesto asesinato que, yo le creía, no llegó a cometer. No
obstante, todo jugaba en su contra, y los testimonios obtenidos de
falsos testigos así como de situaciones irreales, posiblemente por
alguna enemistad con él, dieron con sus huesos en aquella bancada.
También escuchó mi historia, nada comparable a la suya, pero aún
así era de agradecer que lo hiciera.
Sin
embargo, esa amistad no duraría mucho... Ocurrió en los primeros
días del mes de marzo. El nubio, lo llamaré así porque su nombre
era impronunciable, pronosticó tormenta. Lo podía oler, no sé cómo
si debía tener el olfato atrofiado, pero no se equivocó. Conocí
las tormentas más terribles en tierra, pero aquello era distinto.
Era estar totalmente perdido, sin referencia alguna, rodeado de olas
enormes que sobrepasaban la altura de la embarcación. El barco se
movía estremecedoramente como si fuera a partirse en mil pedazos, y
los truenos retumbaban con más fuerza, si cabe, que en cubierta. El
patrón bajó y pidió desencadenar algunos remeros. Necesitaba
hombres en cubierta porque el mar se había tragado, al menos, media
tripulación. Junto a mi compañero, seríamos algunos de los
elegidos y, por primera vez, a pesar del peligro que aquello suponía,
pude sentir la libertad, el aire, el agua golpeando salvajemente mi
cuerpo y rostro.
Se
me ordenó permanecer junto a la amurada de proa, sujetando las
cuerdas de cáñamo de su mástil. Casi no podía mantenerme en pie
por dos evidentes razones: la fuerza del viento y del agua en su
continuo agitar la nave y, en segundo lugar por la debilidad derivada
de no ejercitar las piernas en tanto tiempo. Sin embargo, todas
nuestras vidas dependían de los esfuerzos individuales de cada uno
de nosotros, y las fuerzas resurgieron desde la extenuación que
soportábamos. A pesar de ser media tarde, la oscuridad era casi
total. Negra tempestad que azotaba el bajel cual si se tratara de una
cáscara de nuez. El vigía de cofa bajó de su posición para
colaborar en el mantenimiento a flote del barco, y curiosamente, poco
después, ese mástil caía, roto por la caída de un mortífero
rayo. El patrón, desde el alcázar, gritaba “¡izad juanetes!”
“¡la jarcia de mesana, sujetadla!”. Lo recuerdo bien porque
insistió hasta la saciedad. Pero el barco se hundía. Los daños
eran demasiado severos como para que la nave pudiera seguir
manteniéndose a flote. A la desesperada mandó liberar de las
cadenas al resto, quizá no saliera ninguno con vida de aquella. Veía
al capitán luchar con todas sus fuerzas contra la tormenta, poniendo
a toda la tripulación a trabajar hombro con hombro, y aún así, la
embarcación seguía llenándose de agua.
Algunos
hombres, reos ya liberados de sus cadenas, vieron la oportunidad
irrepetible de verse libres y comenzaron a lanzarse a las turbulentas
aguas en un desesperado intento de no hundirse con su mazmorra. Y vi
también a mi compañero de fatigas nubio, con sus fuertes brazos
tirando de los juanetes, justo en el momento en que la jarcia de
mesana rotaba y arremetía contra él, lanzándolo hacia la amurada
de popa donde quedó tumbado y rígido. El patrón me vio soltar las
cuerdas y dirigirme hacia popa con la intención de auxiliarlo. Me
ordenó que retornara a mi posición. Obedecí. Poco podría hacer
por él en aquellas circunstancias. Sin embargo, y a pesar de todos
los esfuerzos, su última orden fue “todos al agua, y que Dios se
apiade de nuestras almas”. Fue entonces cuando me dirigí hacia
donde se hallaba mi compañero. Sangraba abundantemente pero aún así
me vi en la obligación de salvarlo del inminente hundimiento, y me
lancé con él al agua, intentando alejarme de la nave. Lo sujetaba
con dificultad y su peso me impedía avanzar. La tempestad había
remitido, pero el oleaje aún era considerable. Necesitaba tan solo
unos metros para alcanzar el madero salvador. Al fin logré asirlo, y
lo primero fue colocar los brazos del nubio encima de él. Después
pude izar una de sus piernas y a continuación la otra. Aún
malherido él mismo me ayudó a subir.
Divisamos entonces al capitán agarrado al trozo de mástil y le
llamé para que se acercase. Subió también al ligero maderamen que,
afortunadamente, podía mantenernos a los tres a flote. En los dos
días siguientes que permanecimos a la deriva, los delirios del nubio
nos angustiaban. Secábamos las heridas aún abiertas y conteníamos
las hemorragias, pero la falta de agua dulce hizo imposible la tarea.
Y cuando al fin pudimos ver la isla, todos nuestros esfuerzos se
dirigieron a remar para intentar alcanzarla. Así, una vez en ella,
poco pudimos hacer por él y, como ya dije, murió irremisiblemente.
Tras
procurarle un enterramiento digno, nos dedicamos a proveernos refugio
y alimento. No disponíamos de fuego ni nada con qué poder hacerlo,
por tanto el pescado consumido era crudo, lo cual para mí no suponía
ningún problema porque era lo que comíamos a bordo. Sin embargo, el
capitán tuvo reparos, al principio, que necesariamente tendría que
dejar de lado si quería subsistir. Por suerte, la isla disponía de
algunos cocoteros que nos surtieron de sus frutos para, de ellos,
obtener fundamentalmente el elemento líquido vital. El refugio lo
construimos con las grandes hojas de los cocoteros y algunos tallos
gruesos como armazón, y apoyándonos en unas rocas que nos protegían
asimismo de los vientos que venían del sur. Así, las noches eran
apacibles, pero el capitán raramente conciliaba el sueño y cuando
lo hacía lo era por poco tiempo, porque lo sentía levantarse y
abandonar el refugio varias veces a lo largo de la noche. Durante el
día nos dedicábamos a arrancar los moluscos como podíamos con los
escasos utensilios de que disponíamos, construidos con elementos
naturales. Hablábamos poco y trabajábamos mucho para nuestra
supervivencia. Paseábamos por la isla, cada uno por nuestro lado, y
no perdiendo nunca de vista el mar por si se acercaba algún navío.
La
extensión de la isla no era importante. Eran suficientes un par de
horas para rodearla, y cuando regresábamos nos dábamos noticias de
lo descubierto por cada cual. Esto lo hacíamos dos veces al día, a
primera hora de la mañana y poco antes de que el sol empezara a
declinar, tras haber comido algo. Tenía la impresión de que no
duraríamos mucho en esa situación y asumía que, de no ser salvados
en poco tiempo, ambos acompañaríamos a mi amigo nubio.
Hoy,
se siguió la misma rutina. Dimos la vuelta a la isla bajo un cielo
parcialmente nublado con unas nubes algodonosas, blancas y enormes,
que ocultaban el sol a intervalos. Una ligera brisa recorría de este
a oeste la isla, por lo que no parecía que pudiese llover. Desde la
gran tormenta no había vuelto a caer gota. Hicimos el recorrido
inverso al de la tarde anterior. El capitán se dirigió hacia el
oeste y tardó un poco más en regresar, ya que era el camino más
largo. Nuestros informes, a la vuelta, no arrojaron nada novedoso y
el mar se veía liso, plateado, sin visos de ninguna embarcación en
la lejana línea de horizonte. Creo que esto fue lo que hizo que se
mostrase más reservado. No comió nada. Solo bebió algo de agua y
se retiró a la playa. Aquello me resultó un tanto extraño y temí
por su salud. Demasiadas horas expuesto al sol, pensé. Por eso me
dispuse a observarlo, y cuando vi que se levantó para ir a coger
“aquello” que había visto desde la distancia, me acerqué.
Ahora
veía claro lo que el capitán tenía entre sus manos. Lo reconocí.
Se trataba del medallón que colgaba del cuello de nuestro
infortunado amigo. Y entonces, aunque tarde, comprendí su
desasosiego, su tristeza, lo que le supuso que, a pesar de no
conocerlo y por los cuidados que le tuvo que prodigar durante los
días que vagamos a la deriva, en su lucha contra la muerte, mi amigo
nubio hubiera llegado a ser un inseparable compañero que finalmente
nos abandonó. Me mostró el medallón y asentí con la cabeza porque
conocía su origen. A continuación me abrazó y sentí caer sus
cálidas lágrimas en mis hombros.
Pocos
días después ocurrió el milagro. Divisamos un navío en lontananza
y aquel medallón fue nuestra salvación. Enfocamos el sol en él y
lo apuntamos en aquella dirección, rezando porque fueran capaces de
ver los minúsculos reflejos. Cuando fuimos rescatados el capitán
omitió mi condición de galeote. Años más tarde volvió a hacerse
a la mar y, dados mis conocimientos y mi amistad con aquel hombre, mi
sueño se vio al fin cumplido.
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